"Tiene un presentimiento;
allá se lanza
más rápido que el propio pensamiento
la bola danza feliz entre sus pies,
los pies del viento"
(Vinicius de Moraes)
Manuel Francisco Dos Santos no entiende lo que pasa. Tanta gente triste,
llorando inconsolable. No sonriendo y celebrando, ni expectante y a los
gritos, como aquella tarde del ´62 en la que tuvo que preguntarle al
técnico qué pasaba. "Es la final" le había contestado Aymore Ferreira.
"Con razón hay tanta gente..." dijo Manuel.
Nació predestinado al fracaso, en la casa más pobre de un pueblo muy
pobre. Feo y con los pies torcidos, su infancia estuvo plagada de juegos,
miseria y poliomelitis. Si allá, en la favela de Pau Grande, lo único que
había aprendido era a coser y a jugar al fútbol. Esas dos cosas apenas.
Sus hermanos lo habían bautizado con el apodo de un párajo torpe y feo,
pero también rápido. Y Mané voló mucho, alto y por donde quiso. Primero en
Pau Grande, en potreros de tribunas vacías. Después en Río, Colombia,
Europa y en cualquier parte. A esas alturas, hacía rato que había
encontrado su lugar en el mundo: la banda derecha, de mitad de cancha
hacia adelante. Ahí se divertía: con sus piernas chuecas, enredaba rivales
amagando hacia adentro, escapando por afuera, frenando en seco y
enganchando hacia otro lado. Siempre indescifrable, siempre despertando
aplausos y admiración, Mané se divertía de lo lindo, divirtiendo a los de
afuera como ningún otro supo hacerlo, ni antes ni después. Y pensar que
algún iluminado, de esos que abundan cada vez más en el reino del fútbol,
lo había definido como "un débil mental no apto para desenvolverse en un
juego colectivo". ¿No apto? ¿Seguro?
Fuera de las canchas, Mané también la pasaba de primera. Enfrascado en
noches repletas de alcohol, mujeres y fiestas, supo encadenar amores, tres
matrimonios, y la increíble cifra de 36 hijos. Siempre le gustaron los
excesos. De hecho, comenzó a fumar a la joven edad de diez años. Y,
lógico, esos excesos le pasaron factura. ¿Había que arrepentirse? "Yo vivo
la vida, la vida no me vive a mí" decía Mané.
Pero hoy nada de eso importa. Ni su legendario humor, ni los 17 goles en
la selección, ni la increíble estadística de haber perdido uno sólo de 60
partidos jugados con la camiseta de Brasil, ni la magia desparramada en
Botafogo y en tantos otros clubes. Hoy, 20 de enero de 1983, las favelas
de todo el país desparraman tristeza: a los 49 años, pobre, borracho y en
absoluta soledad, acaba de morir Garrincha. Lo están velando en el
Maracaná. Escuelas, estadios y bares llevarán su nombre. Llora el pueblo,
llora el fútbol. Mané se aleja volando, quien sabe adonde.