Milagro Moderno

N.M.


Los recibí en mi piso, en Madison y la 37, allá por Diciembre. Hacía un frío lacerante. Tardaron un rato en decidirse a pedírmelo (un absurdo, dado que habían volado miles de kilómetros exclusivamente para eso), hasta que al fin lo hicieron.

“Lo que necesitamos es irnos al descenso” se animó el Doctor Gómez, primer candidato de “Pasión Rojiblanca”, sin que le temblara la voz. Su compañero de fórmula, un tal Palatino, más joven e inexperto, empezó con las excusas. “No es lo que parece. Nosotros amamos al Club, pero así no puede seguir. Necesitamos un cambio de mando o desaparecemos, y el hincha sólo descendiendo será capaz de…”

Lo corté en seco. “Eso no me interesa. Lo que quiero saber, antes que nada, es cómo vinieron a parar acá.” La respuesta me debe haber descompuesto la expresión. “Martínez es mi yerno, y me contó lo que hizo con Defensores. Queremos algo parecido” me dijo Gómez. No hay caso. Por más que uno se esfuerce por mantenerse en las sombras, por no trascender más que como “un tipo que viene de parte de alguien”, el chusmerío criollo termina por imponerse. La rabia me duró un par de segundos. No valía la pena hacerse problema por algo inevitable. Además, con despachar a esos dos tipos el asunto quedaba en el olvido nuevamente.

“Imposible”, les contesté, “Preséntense a elecciones si quieren conducir el club. No sé a qué creen que me dedico, pero evidentemente se equivocan”.

“Pero nos vinimos hasta acá, le contamos todo, nos expusimos así...” empezó a protestar Palatino.

“No es problema mío” volví a interrumpirlo. “Además, y perdoname que te lo diga: hablás mucho, pibe. Y decís muy poca cosa que valga la pena”.

Palatino, ofendido, se levantó para irse. Gómez no. Tenía una expresión abatida en el rostro. “Estoy quebrado”, se sinceró. “En pocos meses me quedó sin nada. Las dos empresas, mis ahorros, y todo lo que tengo. Junto a la cancha, el club tiene unos terrenos que dan a la calle, donde hay algunas canchitas de tenis, un playón. A media hora de Buenos Aires, en un lugar más o menos céntrico… en fin, valen mucho. Ya hablamos con una empresa constructora. Quieren los terrenos. Le harían dos nuevas tribunas a la cancha, de cemento. Bajarían plata para jugadores, nos acercarían nuevos socios… en fin, nos permitirían refundarlo. Y a mí, me permitirían rehacer mi vida. Todavía tengo tiempo. No mucho, unos meses. Pero necesito la presidencia. Y las elecciones son en dos años… es preciso un milagro. Y me dijeron que usted los hace”.

Lo escuché sin abrir la boca. Pregunté por preguntar, porque sabía la respuesta: “¿Cómo va a pagarme, si está en la lona?” “Los pocos ahorros en líquido que me quedan, son suyos por adelantado. Y ni bien consiga la presidencia, aunque tarde en acordarse la venta de los terrenos, podemos darle jugadores de inferiores. O la escritura de mi casa, llegado el caso…”

Riesgoso, poco rentable, sin garantías. El negocio no valía la pena. Pero estaba un poco aburrido, y Gómez me había caído bien. Me simpatizan los tipos que no se resignan al abismo. El hombre es un animal, y tiene que pelear en la jungla con las herramientas que tenga, sin absurdos reparos morales de filósofos forrados en plata. Además, yo también estuve alguna vez quebrado. Lo había necesitado para tomar impulso. Y el tema del pago, en fin, quizás pudiera arreglarse.

Les pedí un tiempito para pensarlo. En esos días, me dediqué a hablar por teléfono. Hice las llamadas necesarias para decidirme.

A la semana les respondí. Iba a hacerlo.

Viajé a la Argentina en Febrero. Todo parecido: la humedad insoportable, los vivos de siempre en Ezeiza, idéntica familiaridad en el trato, buena comida, y las mismas facilidades para operar.

Lo primero fue analizar al equipo. Eran, casi todos, muy malos. Venían medio flojos de promedio, y después de una primera rueda bastante pobre. Con un poco de suerte iban a hacer mi laburo ellos. Pero no quise arriesgarme con el 9: Juárez era (según Paco, al que llamé ni bien pisé Buenos Aires) de los mejores delanteros de la categoría. Así que me junté con el pibe. Le conté que era operador de varios clubes europeos (Antoniale, del Parma, me debía algunos favores y ya había hecho los llamados pertinentes para allanarme el camino). Le hice ver lo que valía. Le hablé de cifras, de casas, de proyectos. El pibe entró como un caballo, y a la semana estaba presionando para que lo vendieran. Después, obviamente, enfríe todo, pero dejando entrever que el pase se caía esencialmente por la intransigencia de los dirigentes, que le estaban cortando la carrera. Entre sanciones disciplinarias que lo dejaron afuera un par de fechas, y la desmotivación lógica del pibe, terminó haciendo menos de la mitad de los goles que en la primera rueda.

En AFA lo toqué a Jaimito, para tener de primera mano la opinión de la calle Viamonte. No había escollos por ese lado: sin salvavidas de ningún tipo, sin empresarios ni políticos que lo apadrinaran, el club no era estratégico por ningún concepto.

A las diez fechas venían barranca abajo y habían rajado al técnico. Juzgué que era momento, y organicé la reunión con los directivos. Me presenté como operador de una empresa constructora, interesada en negociar terrenos del club para construir propiedades. Hice una oferta lo bastante mala como para ser rechazada, pero no lo bastante ridícula como para ser desestimada tan fácilmente. El presidente, muy en su papel, se enojó bastante: que eso nunca, que antes descendidos, que la pasión eterna (esto me divierte especialmente: en el Gran Potrero Argentino se la pasan hablando de pasión, y esto ya no tiene absolutamente nada que ver con esa palabra; de hecho, ya no sé si alguna vez tuvo mucho que ver con eso). De todas formas, no todos se mostraron tan decididos a rechazar el acuerdo. Los resultados mandan, y las finanzas estaban tan mal como la del resto de los clubes. No se llegó a nada concreto: justo lo que quería. No me estoy adjudicando mérito alguno; cuando no sabés qué quiere el otro, es imposible negociar adecuadamente. Y esos tipos no tenían idea de mis reales intenciones.

Días más tarde, llamé a Palatino y le indiqué los pasos a seguir. No entendió mucho, pero obedeció. Vía redes sociales se filtró la reunión, se armó el conventillo consecuente, y hasta el Doctor Gómez apareció en algún medio denunciando que “la Comisión Directiva actual no sólo nos manda al descenso, sino que además quieren rifar los terrenos por el pancho y la coca”. Esto levantó más polvareda, y además puso en los diarios el nombre de Gómez y su agrupación. Era difícil que los medios masivos le dieran manija a un conflicto de una institución del Ascenso, pero le hice llegar algunos mangos a Pagani (para mí, un ejemplo de construcción de imagen: lírico y “de barrio”, cuando toda la vida fue corporativo, aceptó bajada de línea y arregló por monedas). Así que hasta hubo menciones en programas deportivos muy vistos.

Después armé la interna en la barra. Me junté en una parrilla con Jorge y Chingolito, dos delincuentes que habían sido desplazados un par de años antes por los que ahora dominaban la hinchada. Les adelanté algo de guita, los conminé a recuperar la tribuna con su gente, y los mandé a hablar con el Jefe de la Brigada, puenteando al comisario. Para terminar de enquilombar el asunto, les remarqué que atrás de toda la movida estaba Tomassi (el vicepresidente del club). La reunión fue corta, puntual y definitoria: los tipos sabían claramente lo que querían y no indagaron demasiado acerca de mi persona. No me esperaba tan buenos resultados. Con los directivos había perdido un montón de tiempo escuchando pavadas y dando vueltas sobre lo mismo.

No me quedé a ver el final. Buenos Aires me deprime especialmente en invierno. Pasé unos días en el Caribe, y allí me llegaron las noticias que había sembrado. Con el equipo descendido tres fechas antes, la cancha inhabilitada por los sangrientos incidentes derivados de la interna en la barra, e interminables acusaciones cruzadas en la Comisión Directiva, llegó el hastío de los hinchas, que tomaron el club y fajaron a unos cuantos. Ante semejante estado de cosas, se convocó a elecciones anticipadas, y los integrantes de “Pasión Rojiblanca” pudieron asumir el mando sin escollo alguno, con carta blanca para “refundar un club moderno y competitivo, recordando nuestra inoxidable gloria pero sin añoranzas exageradas del pasado, a tono con el siglo 21, etc.”.

También aproveché la playa para reflexionar un poco: durante esos meses, no había llegado a disfrutar el trabajo. No con la adrenalina de antaño. Evidentemente, era conveniente jubilarme. Comodidades no irían a faltarme durante mi retiro.

Gómez y Rossi volvieron a visitarme en Octubre. Entusiasmados, me aburrieron un rato con la actualidad del equipo (iba segundo tras un arranque auspicioso, jugando muy bien) y por supuesto me comentaron lo que ya sabía: que en Asamblea Extraordinaria, los socios habían aprobado (dada la situación económica desesperante, y las ventajosas condiciones obtenidas por la flamante Comisión Directiva) la venta de los terrenos aledaños a la cancha, en los cuales había dos canchas de tenis, dos de fútbol cinco y un playón. A cambio, los compradores construirían tribunas de cemento, aportarían mucho dinero para contratar jugadores y cubrirían los costos de asociar por dos años a todos los futuros propietarios de los departamentos a construir que quisieran pertenecer al club. Me trajeron camisetas (no sé qué haré con ellas, de ponérmelas ni hablar), y se deshacían en elogios. El Doctor Gómez fue al grano:

“Podemos irle pagando con algunos jugadores de inferiores. Le traje la ficha de cinco proyectos que consideramos viables. Además, estamos por conseguir los primeros adelantos por los terrenos, y con parte de eso…”

Me apiadé de los pobres tipos. Eran unos improvisados, pero ya habían sufrido bastante. “No se preocupen”, les dije, “yo ya cobré mis honorarios.” Me miraron como se contemplaría a un extraterrestre. Me causaban tanta gracia sus expresiones que les conté mucho más de lo que necesitaba contarles. “En Diciembre, cuando nos conocimos, no traían precisamente una oportunidad de inversión sólida. Así que ubiqué a la empresa constructora interesada, no me costó mucho. Parece que los terrenos que les vendieron valen un dineral… en definitiva, ellos ya me pagaron. De paso, permítanme un consejo: inviertan responsablemente. Hagan mejor uso de los recursos de la institución que sus predecesores. Están de por medio los sentimientos y el esfuerzo de mucha gente; ignorantes, manipulables, pero bien intencionados y generosos. Son miopes, que no saben mirar más allá de un resultado deportivo. Pero el resultado es una mera consecuencia; los partidos se definen en otro lado. Ahí juegan ustedes. Háganlo bien.”

El asombro no desapareció de las caras. Al contrario. Gómez se animó:

“¿Qué es usted? Vine a verlo desesperado, como se va a ver a una bruja, sin terminar de creer que pudiera hacer algo para ayudarnos, menos en tan poco tiempo. No hay caso, mi yerno tenía razón, usted hizo el milagro… ¿Cómo es posible? ¿Qué es usted?”

“Nada más que un articulador, doctor”, le contesté amigablemente. “Alguien que tiene los contactos necesarios, y que concilia intereses. Pero antes, mucho antes, fui un hincha, apasionado como cualquier otro. Sólo así se entiende lo que está en juego.”

Al retirarse, entre más efusivos agradecimientos, me invitaron a ver un partido cuando quisiera viajar a Buenos Aires. “No gracias, muchachos”, les contesté. “Lo mío son los negocios. El fútbol, la verdad, hace rato no me interesa.”